La vida del hombre es a la vez el punto de partida y el lugar donde toda aventura intelectual y vital regresa. Del corazón del hombre surge la fuerza para salir de sí mismo y alcanzar a conocer el mundo e influir sobre la historia. Porque es en el corazón donde la realidad reclama a cada persona su propia verdad, la verdad de su amor e impide que se encierre en una cultura despersonalizadora, en un conocimiento limitado, en un pobre amor.
El uso intenso y radical de la razón es el origen de la historia del progreso de la sociedad humana. Cuando Juan Pablo II, en el comienzo mismo de la encíclica Fides et ratio, habla de las dos alas con las que el espíritu humano se levanta hacia la contemplación de la verdad, invita a cada hombre a un ejercicio cada vez más profundo de su intelecto. Si nos conformamos con un saber limitado, como es todo saber científico, como es toda cultura instituida, nuestra propia vida quedaría encerrada en sus fronteras y el corazón del hombre manifestaría la tristeza a la que se ve atado.
De este modo, se advierte la necesidad insoslayable de la filosofía, de una metafísica que no se detenga hasta dar con el fundamento y mirar cara a cara a las causas últimas y a los primeros principios de la realidad. Desde una filosofía así entendida se advierte con claridad el papel de la razón en la creación y en la transmisión de la cultura, se comprende profundamente el alcance de la tarea del dialogo y del testimonio, se participa en la marcha de la propia historia y se puede descubrir el sentido de la vida y, finalmente, se entrevé el papel que en esta vida de la razón juega la apertura que la fe sobrenatural inserta en la vida humana, impidiendo todo conformismo y reclamando una profundización radical hasta poner todas y cada una de las dimensiones de su existencia en juego.
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